CINECLUB DEL 27.
La célebre opereta de Franz Lehar, cima de ese género tan característico de la Belle Époque, había dado ya pie a una adaptación muda por Erich von Stroheim, poco antes de la llegada del cine sonoro cuando la Metro decidió hacer una nueva versión que explotase las posibilidades del sonido aplicadas a la que era, precisamente, un popular hito musical.
Para la dirección escogieron a un cineasta alemán, como el compositor de la obra y, como él, de origen húngaro. Ernest Lubitsch contaba con grandes taquillazos de distintos géneros en el cine germano cuando llegó a América. Su primer trabajo allí, en 1929, fue la adaptación a la pantalla de la opereta El desfile del amor que señalaría el rumbo de su carrera inmediata. Para ella contó con la soprano Jeannette MacDonald que apenas daba sus primeros pasos en la pantalla. Al talento de MacDonald se unió el de otro recién llegado, éste no a la pantalla sino al país. Maurice Chevalier se había incorporado al cine americano poco antes con un prestigio como cantante de cabaret y music- hall acrisolado en París. A ésta seguirían otras operetas como Una hora contigo (y su versión en francés) o Ámame esta noche, dirigida por Rouben Mamoulian. Pero la versión cinematográfica de La viuda alegre fue el logro definitivo de la Metro Goldwin Mayer sobre los anteriores productos Paramount en este género. El primer paso fue reunir a las dos estrellas de aquella primera opereta en celuloide de unos años antes.
Es de recordar que la enorme popularidad de esta obra hacía que mucha gente la conociera de memoria, tanto en Europa como en Norteamérica. Sus famosos temas musicales no habían aparecido en la versión de Stroheim, más interesado en los aspectos más enredados de la trama.
El argumento es característico de estas comedias: una multimillonaria se dispone a dejar su pequeño país centroeuropeo y trasladarse al extranjero con todo su capital. Las fuerzas vivas de allí se movilizarán para impedirlo depositando su confianza en un desacreditado aristócrata que la seduzca y retenga esa fortuna dentro de sus fronteras. Las sutilezas narrativas del director (el celebrado “toque Lubitsch”) aparecen intermitentes para regocijo del público. La producción fue lujosa (más de millón y medio de dólares, 500 extras en la escena del baile…) y un Oscar a la Mejor Dirección Artística la recompensó al año siguiente.
Tenemos a una Jeannette MacDonald mucho más vivaz, pícara e ingeniosa que en sus posteriores cintas con Nelson Eddie. Frente a ella, un Chevalier encantador y cargante a parte iguales. Por su parte, el argumento daba la vuelta al desarrollo un tanto misógino de El desfile del amor, mostrando un contenido más “feminista” acorde con el momento de estreno. El Conde Danilo se nos presenta como un hombre que tiene éxito con las mujeres pero que desconoce el significado del amor. No las valora y, en cierto modo, hasta las desprecia. Para él no son, sino obligadas conquistas, un deporte con el que respaldar su imagen masculina. Ella sí sabe valorarse a sí misma y contraataca recurriendo a la farsa, equívoco y finalmente dejándolo en ridículo, poniéndolo en su sitio y haciendo que dé importancia a lo que de verdad la tiene. La cinta contó, además, con notables secundarios del período como Una Merkel y Edward Everett Horton, que repetiría varias veces con Lubitsch.
Mucho más elaborada que las otras mencionadas, la película se rodó simultáneamente en francés (aprovechando el tirón de Chevalier en ese mercado) y fue un gran éxito en el mundo entero. Esta cinta es un claro ejemplo del fin de una manera de entender el ocio de masas y el comienzo de otra que parte, precisamente, adaptando el gran éxito del género decimonónico.