LA SULTANA DE PROUST
Quizá lo más conocido de la obra magna de Marcel Proust, los siete tomos de En busca del tiempo perdido -aunque no se haya leído, o leído al completo, como es mi caso, por no acabar de seducirme- es la magdalena, la magdalena de Proust. Al tomar una magdalena mojada en té, el autor rememora una serie de vivencias, descritas posteriormente a lo largo del primer tomo, Por el camino de Swan.
Pues bien, una mañana de agosto iba paseando por la playa. Escuché el primer pregón del dulcero por una mínima megafonía ambulante: “Sultanas de coco, señores”. Este hombre, de mediana edad, curtido por el sol de la preciosa playa gaditana de La Barrosa, vendía a un euro su mercancía, sultanas, solo sultanas. Me acerqué a su canasto y le pedí una. Le hice ver que me recordaba a mi madre, Trinidad, a la que le gustaban mucho. Después le pregunté por el hombre que las vendía todos los veranos hasta hace solo dos o tres años:
Me tomé la sultana, recién hecha, suave, dulce, acordándome de los días cuando mi madre aún vivía y a veces le llevaba dulces cuando iba a verla los últimos años. Y antes, de niño, cuando en el pueblo pasaba el dulcero por nuestra calle y lo parábamos para comprarle piñonates, medias lunas o sultanas. La magdalena de Proust, digo, la sultana de Proust. A ver si intento de nuevo continuar leyendo En busca del tiempo perdido, ahora que ya he perdido más de sesenta años y se hace necesario recuperar parte de ellos a través de la escritura o, como aquí, y a la vez, de algo tan sencillo como una sultana, que me ha traído un sabor antiguo y el pregón del dulcero y mi placer por los dulces y mi infancia y a mi madre, origen y eternidad.
Fotos: Trinidad Jiménez Márquez, mi madre, de joven en una feria con doce años, tal como se ha conservado, sin retoques, y poco antes de su fallecimiento en 2018, en el bar Quijote de La Puebla de Cazalla (Sevilla), cuya visita recomiento.
Sultanas, tomada de Internet, web de Rtve.