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CAPÍTULO XXI. EL ABANICO, ESPADA DE LA MUJER DIECIOCHESCA. LAS COSAS QUE TE HACE PENSAR EL ARTE
Por
Ceres Adriana García-Baquero Velasco
Post #26

"La lengua es más poderosa que la espada"

Atribuida a Eurípides (filósofo griego)

Ca. 484-480 a.C.

 

Abanicos y lenguaje del amor. Esta asociación frívola, superflua, ha quedado como una impronta con forma de caballitos de mar, tal como se describen los recuerdos almacenados en nuestro hipocampo y corteza prefrontal del cerebro. Pensamos en abanicos y en nuestro imaginario se presenta “la España Cañí” y puede que, en algunos casos, se recreé en nuestra mente la China de tradiciones o el Japón de Samuráis. Aun así, la primera imagen, sin dudarlo queda ligada a la mujer acompañada de su abanico tan presente en su indumentaria, extendiéndose desde sus manos, como apéndice de su propia materialidad física.

Hubo un tiempo en el que podía afirmarse que la mujer se sentía desnuda si olvidaba su abanico. Quién no recuerda a su abuela portando su abanico, uno elegido para los días de diario y otros para acompañarlas durante días de festejo. Momentos inmortalizados en viejas fotografías de familia que retrata a aquellas mujeres acompañadas de su fiel aliado, «capturando todo el viento en sus manos»[1]. Su utilidad, apagar los sofocos y entretener con un ligero movimiento, a veces pausado, en medio de una comunicación animada, renovando ese aire que intermedia cualquier intercambio cercano de alientos y que en ocasiones pudo disipar tensiones o alejar intrigas incómodas.

Pero más allá de su valor utilitario, el abanico suntuario ofrece la posibilidad revisable que le permitiría dar ese salto cualitativo que lo situaría en el podio del arte. Mucho tendrán que ver las Damas del dieciocho y su afán coleccionista que ha permitido preservar algunos de los cuales portan sello y firma de artistas como Joan Werner, Alessandro D’Anna, Nicola Caputi, Jean-Antoine Watteau entre otros. Preciados tesoros, con significación personal, que pasaron de madres a hijas. Pero de esta otra vertiente del abanico, de esta que atiende a su naturaleza matérica lanzándolo al podio del arte, hablaremos en otra ocasión.

Pensemos hoy en el abanico y su relación con la historia de las personas, personas relacionadas de un modo particular con estos objetos que, vistos desde la experiencia y el relato de vida adquieren importancia, consideración y significación personal, lo que en realidad los ha llevado a preservarse de la huella del tiempo. Precisamente ese deseo de posesión, de pertenencia del objeto, de identidad con el propio objeto, es lo que lo ha conservado a lo largo de la historia para traernos el sonido de un tiempo pasado; sonido que nos habla sobre hechos, modas y costumbres o pensamientos de grupos humanos que ya no permanecen en nuestro mismo espacio-tiempo, cuya impronta ha quedado ligada a nuestro origen.

Seguramente, conserva algún recuerdo asociado a su objeto fetiche, un objeto común que para otros no tiene significación alguna, aunque encierra en sí todo un universo de sensaciones personales. En este sentido, quedarnos con el abanico solo como objeto, sería como intentar desvelar esas sombras descontextualizadas, contempladas sobre un muro inerte, a través de la luz que arroja un solo foco, el del método cartesiano, atrapados en esa Caverna de la que hablaría Platón.

De este caleidoscopio que rodea al que podemos atender como fenómeno, el del abanico, su lenguaje lo lleva, irremediablemente, a vincularse con el pensamiento humano, ese salto evolutivo que nos sitúa en el podio de la creación humana. Un lenguaje sobre cuyo origen no existen certezas, aunque si encontramos testimonios literarios, que ya aluden a su uso durante el siglo XVII, en autores como Molière o Madame de Sevigné. El fabricante de abanicos parisino Jean-Pierre Duvelleroy, con ocasión de la publicación en 1830 de su libro Le langage de l’éventail (El lenguaje de los abanicos), expuso en su presentación que se había inspirado en el código utilizado en España siendo, más que probable, que fuera en Andalucía, y por extensión, «las mujeres españolas quienes inventaron los códigos de señales con el fin de comunicarse disimuladamente». Un código extendido a la cultura oral y que, en un principio, no estaba recogido formalmente en ningún manual anterior al siglo XVIII.

Este uso comunicativo del abanico, que de un modo espontáneo parece surgir y mantenerse en tierras andaluzas hasta el siglo XIX, llegaría a Europa desde Oriente. La pionera, Catalina de Austria (1507-1578) quien extenderá el uso del abanico al resto de las casas europeas, tras quedar fascinada por la belleza de un abanico cingalés, ofrenda que, en 1541, le hizo una delegación diplomática procedente del extremo Oriente, que visitó por primera vez el continente europeo, llegando a ser un elemento de etiqueta imprescindible en la corte.  Las reinas, en España, serán retratadas sosteniendo con su mano izquierda un gumpai (abanico de hierro) aun siendo diestras, tal como lo hacían los altos mandos militares del Japón durante el siglo XI o los señores feudales (daimyô) y samuráis durante el periodo Edo, quienes se valieron de estos como símbolo de mando, para reforzar su liderazgo, arma defensiva y escudo. Estas damas regias también se valieron de sus abanicos al modo de heráldica, para proyectar una imagen de rango y autoridad asociada a su condición, a la vez que les permitía lanzar mensajes de carácter político. Y de este modo ingenioso, discreto y silencioso, a través de sus abanicos, se posicionan con prudencia y dentro de los límites marcados, ampliándose, poco a poco, ese horizonte invisible que se irá diluyendo para ir tomando, como lo haría un audaz estratega, posiciones de poder cada vez más significativas, un uso que irá traspasando las murallas de la corte para ser compartido por mujeres de condición más modesta.   

No es casual que, en 1711, el escritor británico Joseph Addison, en su sátira tratando sobre una Academia del Abanico, expresase que: «Los hombres tienen las espadas, las mujeres el abanico, y el abanico es, probablemente, un arma igual de eficaz». Una espada que otorgaba cierta intimidad y protegía una comunicación que pretendía ser discreta, liderada por mujeres, cuya habilidad para el manejo de tan suntuario objeto prefigura, al mismo tiempo, su facultad comunicativa, ingenio y capacidad para la labor diplomática, detalle que no escapó a la perspicacia del escritor británico citado.

La mujer del siglo de las luces toma al abanico como fiel aliado, usándolo también como escudo, protegida bajo el manto del buen gusto y la distinción o como símbolo de liderazgo, según la conveniencia. Abanicos sostenidos como espadas por las damas que acudían cuando eran invitadas a participar de rituales de ocio y encuentro social propios de la época, damas que hacían de su abanico su tessen tal como los samuráis del periodo Edo (1603-1868).

En la revisión sobre la historia de aquellas mujeres que participaban de los salones literarios franceses, las conocidas salonnières, se les reconoce un papel determinante en la evolución histórica, «en el sentido de la civilización, en la medida en que se decía que a través de sus cualidades particulares y de la influencia que ejercían en la sociedad facilitaban los intercambios y la convivencia» (Mónica Bolufer Peruga) que, lejos de la idea de considerar estos salones como lugares frívolos, «más mundano que verdaderamente intelectual», más ligados a la coquetería, estudios como los de Carolyn Lougee o Dena Goodman han expuesto la trascendencia que estos espacios tuvieron para la difusión del conocimiento. En este sentido, Goodman afirma que los salones constituían, y así eran considerados por los ilustrados, «ámbitos de trabajo serio y libre intercambio de ideas, sometido tan sólo a las reglas de la conversación cultivada, cuyos árbitros eran las salonnières».

Atendiendo al contexto social de la época, pensemos también en aquellas cuestiones relacionadas con la idea de amor frente al matrimonio, contexto en el que, a pesar de que a la mujer se le permitía ciertas licencias, estas seguían viéndose encorsetadas, coartadas dentro de los cánones de comportamiento establecidos para su género y sexo. De modo que, la mujer se sirvió de su abanico como fiel aliado en sus relaciones amorosas, empleando un código específico al efecto, creando todo un lenguaje para desenvolverse con alguna libertad y expresarse más o menos a su antojo, lejos de las miradas críticas de una sociedad que, a la mínima, las censuraba duramente. 

Con estas pinceladas sobre una historia heredada, quizás pueda ocurrir que, a partir de ahora, cuando vea un abanico en las manos de alguna señora, este adquiera una significación distinta, que le traiga a su memoria la imagen de aquellas pioneras cuya inteligencia y audacia les permitió idear aquel código de comunicación propio y reservado, que le aportó cierto poder de control, de participación en los espacios públicos. Damas que a través de la dialéctica y la diplomacia tomaron un papel activo en asuntos que, más allá del cortejo o la cita amorosa, se relacionó, en ocasiones, con asuntos de estado. Seguramente, a partir de ahora, cuando piense en el lenguaje del abanico asomarán a su memoria el significado de este objeto y su lenguaje trasciende a esa imagen frívola de la cortesana relajada, entretenida en el coqueteo y entregada a placeres mundanos.

El abanico y su lenguaje, un lenguaje nacido en Andalucía, tierra desdeñada por quienes desconocen la historia y la herencia que, esta tierra ha cedido generosa a un país común, a veces, perdido en trifurcas banales de las que no participa. Una tierra que acoge lo exótico, lo nuevo y lo hace suyo. Una tierra que sabe mirar más allá de sus fronteras, sin poner límites a las suyas propias. Una tierra cuyo himno incluye a una Andalucía libre, España y la Humanidad, humilde y modesta que se autocensura duramente y al mismo tiempo camina con dignidad, sin pudor, sin complejos, con conciencia de origen. Una tierra que dio de sí la primera Gramática castellana, de la mano del sevillano Antonio de Nebrija, muy a pesar de la voz de la ignorancia que pretende imponerse haciendo burlas de un acento propio que ha evolucionado a partir del ingenio y la creatividad de esta tierra fértil. Una tierra viva, Andalucía, que ha dado a luz nombres ligados a la cultura, el arte, la política, la ciencia y la literatura universal.

Es probable, si ha llegado hasta aquí, que a partir de ahora vea este singular objeto trascender su materialidad. Un objeto, el abanico, que contiene significados ocultos que se hayan detrás de esas sombras proyectadas que hoy nos llegan con más o menos nitidez.

Las cosas que te hace sentir el arte, las cosas que te hace pensar.



[1] La historiadora A. Jordan Gschwend, citando a otros investigadores, refiere uno de los versos de unos rollos de pintura del periodo Muromachi, donde se retrata a Hojo Soun (1432-1519), uno de los señores feudales, acompañado de su abanico plegable cerrado, en el que se expresa: «el abanico que sostiene es un símbolo de su gran poder, capturando todo el viento en sus manos». Esta cita también es recogida por J. L. Valverde, 2010, p. 90


Imagen.

La dama del abanico de Sánchez Coello, Alonso, 1570 - 1573. Óleo sobre tabla, 62,6 x 55 cm.

Fuente: Museo del Prado.


Referencias:

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Por Ceres Adriana García-Baquero Velasco.

Pedagoga, Lda. en Ciencias de la Educación (Universidad de Sevilla), Gda. en Bellas Artes y postgraduada en Historia del Arte.

Experta en Gestión del Patrimonio y la cultura (Universidad de Sevilla).

Docente, artista visual y redactora de contenidos en diversos medios de divulgación científica y cultural.


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