Su historia personal (Johannesburgo, Omán, Andalucía) se lee entre líneas en cada pieza. Son pinturas sobre el desplazamiento. Sobre perder el patrón conocido y tener que inventar uno nuevo con los pedazos que quedan. Sobre cómo las culturas se van acumulando en una persona como capas de pintura, y cómo a veces hay que romper para poder reconstruir.
Davina de Beer no ofrece respuestas fáciles ni imágenes complacientes. Sus obras son hermosas y perturbadoras a la vez, como esos azulejos antiguos que nunca volverán a ser nuevos pero que llevan en sus grietas la historia de todos los que pasaron frente a ellos. Hay resiliencia en cada puntada, en cada fragmento recompuesto. Una belleza que no niega la fractura sino que la incorpora, que la cose y sigue adelante.